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CÓMO ME IMPACTÓ LA EXPERIENCIA DE LOS ANDES

CÓMO ME IMPACTÓ LA EXPERIENCIA DE LOS ANDES

Por: Fernando Parrado 

Mi forma de pensar se ha visto definitivamente influenciada por el accidente aéreo que sufrí junto a otras cuarenta y cinco personas en los Andes en 1972. Mis conceptos sobre la familia, la confianza y la amistad cambiaron radicalmente a partir de aquellos trágicos días.

El tiempo, que sana todas las heridas, ha colocado un velo sobre mis peores memorias y tristezas. Ahora recuerdo las partes más terribles de nuestra dramática situación, casi como si lo hubiese leído en un libro.

Mi vida familiar se destruyó cuando mi madre y mi hermana murieron en el accidente. Al regresar a casa, tuve la extraña sensación de observar lo que habría sucedido si realmente hubiese muerto. Casi tres meses después, me percaté de que habían regalado mi ropa, mi cuarto ahora lo ocupaba mi hermana mayor –que se había mudado con su familia– mis posters y fotos las habían quitado de la pared y habían vendido mi moto. No había rastro de mí, con la excepción de algunas fotografías en la sala y en el estudio de mi padre.

Un par de días después de mi regreso, fui a la misma pizzería que frecuentaba antes del siniestro. Todos los jóvenes estaban asombrados de verme. Me pidieron autógrafos y el propietario no me quiso cobrar. Yo era la misma persona, pero algo había cambiado en la forma en la que me miraban los demás.

Inmortal


Antes de la catástrofe, mi mente estaba ocupada en mis estudios de la carrera de Empresariales, pero tan pronto como regresé me vi obligado a cambiarlos por un empleo. Nuestro negocio familiar casi había sido destruido, dado que mi madre se encargaba de la mitad del trabajo. Cuando uno es joven, se siente inmortal. No hay nada que te pueda hacer cambiar o destruirte. A través de nuestra dolorosa experiencia, aprendí que la vida está entrelazada con la muerte; que éstas son las únicas realidades de nuestra existencia. Uno nace y morirá algún día; lo que pasa en el camino, nadie lo sabe de verdad.
Hay algunas cosas sobre las que he meditado profundamente a lo largo de los años, mi forma de pensar se ha visto influenciada definitivamente por la experiencia de los Andes. Estoy seguro que lo mismo ocurre con los otros supervivientes. Esas cosas son la familia, la confianza y la amistad. A lo largo de los setenta y dos días que pasamos en la montaña, no había absolutamente nada a lo que nos pudiéramos aferrar. Todo había perdido su significado. No había futuro, no había esperanza. Los estudios, el trabajo, las cosas materiales, nada tenía valor alguno. Pero omnipresente en todos estaba la necesidad del afecto. Nuestro deseo de sentirnos seguros en una familia y nuestra necesidad de sentir y de compartir el amor de los nuestros, fue lo único que nos mantuvo en pie. De manera que ahora, después de haber experimentado una situación humana en la que incluso sobrepasamos nuestros límites de sufrimiento físico y mental, he llegado a comprender que la familia es que lo que nos permitió sobrevivir.

Nuestras vidas honran esa realidad. Me siento extremadamente feliz simplemente por el hecho de poder acostar a mis hijas cada noche. Esta realización no me ha separado de mi trabajo o éxito en la vida. Soy el presidente de varias empresas, pero no hay reunión de negocios o actividad comercial alguna que cambiaría por los momentos de felicidad que tengo con Veronique y mis hijas. He aprendido que los momentos no se repiten, pero la próxima vez que esté muriendo, sé lo que estaré recordando: mi afecto y amor, no mis negocios, coches, contratos, préstamos bancarios, ganancias, e-mails, aeropuertos…

Otra de las cosas que se vio influenciada por la experiencia de los Andes fue mi confianza personal. He podido tomar decisiones de una forma relativamente fácil en muchos aspectos de la vida y del trabajo, debido a algo que ocurrió en las montañas. Cuando me encontraba en la cima de un pico de 18.000 metros de altura con Roberto Canessa, observando el vasto escenario de cimas nevadas que nos rodeaba, sabíamos que íbamos a morir. No había absolutamente ninguna forma de salir. Entonces decidimos cómo moriríamos: caminaríamos hacia el sol, al oeste. Era mejor que congelarnos. Esta decisión nos llevó escasamente treinta segundos. Otras decisiones que he tomado más tarde en la vida no parecen más difíciles que decidir sobre mi propia muerte. He logrado confianza en mí mismo, una tranquilidad silenciosa que me ha dado una mejor percepción del mundo que me rodea. Tomar decisiones se me hizo más fácil debido a que yo sabía que lo peor que me podría suceder sería estar equivocado. Comparado con lo que había experimentado, era nada.

Finalmente, está el valor de la amistad, de nuestros sentimientos de afecto y amor. Fue profundamente conmovedor ver a los chicos ayudando a sus amigos de una forma que jamás se hubiesen podido imaginar, incluso arriesgando y dando sus vidas por el prójimo. La amistad fue un factor determinante en nuestras posibilidades de sobrevivir y, después de que lográsemos salvarnos, hicimos de ella una parte muy importante de nuestras vidas.

En ocasiones, me pregunto por qué las personas necesitan experimentar situaciones extremas para comprender los verdaderos valores de la vida. Estos son tan claros y están tan cerca de nosotros… Aún así, los atropellamos en busca de las cosas supuestamente importantes. El calor de mis hijas cuando las acuesto cada noche o la presencia callada de mi esposa Veronique cerca de mí, momentos que no se repetirán, esos son los valores importantes y duraderos. Es mejor decidir y equivocarse, que no decidir. Siempre hay tiempo para volver atrás.

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