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CUENTO DE ISABEL

CUENTO DE ISABEL


BUÑUELOS PARA LA TRISTEZA



Contra el razonamiento de la gente que dice que "siempre hay un motivo para la tristeza", estoy triste. Desde temprano estoy triste. A decir verdad, creo que desde desperté y vi que el cielo estaba gris y una claridad absolutamente vacua caía sobre el patio. Anoche el viento arrancó todas las flores del membrillo, quedaron desparramadas sobre el césped y la escalera. Después de tender las camas y barrer, con poco entusiasmo, no encontré nada qué hacer en toda la mañana. Hasta el mediodía estuve mirando las manchas de la pared de la cocina, con detenimiento, mientras tomaba mate tras mate. A veces descubro formas nuevas sobre el muro y siempre me encuentro con el hombre de los anteojos, la gaviota en pleno vuelo, la abeja de alas gigantes y el cisne de larguísimo cuello. Cuando me canso de mirarlas, busco entretenerme con papel y lapicera: hago listas inútiles y extensas, de compras en el supermercado, de tareas atrasadas en la casa, de menús programados para la semana próxima, que después pierdo entre otros papeles y nunca llevo a la práctica. Reconozco que es energía mental desperdiciada pero me gusta fabricar listas. Una vez pasé la noche entera, sobrellevando mi insomnio, confeccionando una lista de todas las frutas y verduras que conozco y poniéndolas en orden alfabético. Fue tan agotador que cuando terminé había amanecido y me dormí con la lapicera en la mano.

Por la tarde, cuando llegó mi marido, yo no tenía ganas de hablar de mi tristeza, sólo quería estar tranquila. De pronto me di cuenta de que mi estado de ánimo es el que marca el ritmo de la casa. Como si mi desgano soltara el engranaje de una máquina. Todo se vuelve abúlico y cansino cuando me envuelve la angustia. Me sentí culpable. Pero aunque puse voluntad no pude cambiar de humor.

Hay algo común a mis tristezas: me acuerdo de mamá. Cuando hacía mucho frío, cuando llovía, cuando estábamos aburridos, mamá salvaba el declive dramático de la jornada haciendo buñuelos. Apoyaba el bol de acero inoxidable, que brillaba como media pelota de plata, sobre un repasador en la mesada. Medía la harina, el azúcar, la leche y rompía la cáscara de los huevos contra el borde filoso del mármol. Batía a tenedor, hasta que la pasta se ponía blanca como la miga del pan, mientras calentaba el aceite en la ollita negra que sólo usaba para los buñuelos. Hacía fuentes y fuentes de buñuelos con pedazos de banana o manzana o pasas de uva. Si no tenía nada para ponerles adentro, les inventaba olores con ralladura de limón o de naranjas. Recuerdo que un domingo de escasez rescató del fondo de la heladera una remolacha y le robó el jugo púrpura para añadirlo gota a gota sobre la masa de los buñuelos. Mamá siempre nos fabricó esperanzas y nos encendió luces en el camino. Tenía tanta alegría dentro, tanta fe, tanta fuerza. Se reía con cascabeles en la garganta, con los ojos, con las manos y la espalda. Después no sé que le pasó. A lo mejor se gastó todas sus risas en hacernos reír a nosotros. Cuando crecimos le quedó un vacío que no pudo llenar. A veces pienso que cuando yo terminé de crecer empezó a crecer ella. Porque antes era chiquilina e impredecible. Me pregunto cuánto dolor le costó envolvernos de tibieza. Sacar de la manga un truco que remendara el agujero de una necesidad. Cuando vivíamos en la calle Juan B. Justo, el techo era de chapa y, para templar el ambiente, papá había puesto un entretecho de telgopor. Mi hermanito era bebé y mamá le daba a diario la papilla de carne y verduras hervidas y la sopa de cabellos de ángel. La olla empezaba a bullir a las diez para almorzar a las doce y el vapor se escapaba condensándose contra el telgopor. Entonces llovía. Ella andaba con un trapo anudado en la punta de un palo secando el techo y yo me asomaba a la ventana para ver si llovía afuera. Ella me decía que afuera no llovía porque había secado el cielo para que pudiéramos salir a jugar. Era como un milagro, lluvia adentro y sol afuera. Mi mamá le encontraba soluciones a todo. Ahora, de adulta, veo cuántas veces se le habrá estrujado el corazón mientras el telgopor le chorreaba vapor de puchero sobre las frazadas. Cuántas de sus lágrimas habrán salado la masa de los fideos. Pero yo no me daba cuenta. Me tenía envuelta en abrazos y me repetía que quien es feliz con poco será feliz siempre aún con nada. Cantaba tangos y me contaba historias mientras fregaba la ropa en el piletón. Y yo incorporé sus relatos a mi vida. A lo mejor por eso me decidí a ser escritora.

No sé si después de anotar todo esto se me fue la tristeza. No sé si encontraré el motivo de que el día de hoy haya sido oscuro. Pero hice el esfuerzo de salirme de mí, desde la penumbra y la nostalgia, sin personajes. Y ahora, mientras la luna trepa para asomarse a mi ventana, bato la pasta de buñuelos en mi bol de vidrio, y me pregunto: ¿será cierto que tu receta de buñuelos cura la tristeza? ¿será cierto, mamá?


( Gracias Isabel Ali )

1 comentario

isabel -

Lleguè a vuestro sitio, sin proponèrmelo... siguiendo un enlace. Y fue grande mi sorpresa al encontrar mi cuento en vuestra casa. Me alegra que lo hayan elegido para compartirlo. Un gran abrazo.
Isabel Ali